Viento y miedo. Caminoterapia – Nieves Casanova


El domingo pasé un buen día a pesar del tremendo viento que, si no llega a ser por un amigo que me agarró y me ayudó a continuar, hubiese salido volando como si fuese un avión de papel. Gracias a esa experiencia tuve un aprendizaje. A esos aprendizajes también los llamo caminoterapia.

Entre caminar con lluvia, frío, viento o calor extremo… prefiero caminar con frío. Todos tenemos nuestras preferencias.

La montaña siempre enseña algo si queremos ser buenos alumnos. Siempre digo que la montaña y el Camino son mis mejores maestros… vaya que sí. No hay teorías en los libros que puedan sustituir a las experiencias. Y he leído mucho. Pero creo que no hay letras, no hay palabras suficientes en ningún idioma para poder expresar exactamente lo que podemos llegar a sentir caminando.

Ocurre lo mismo al practicar meditación. Podemos intentar comunicar sensaciones o podemos explicar teoría de lo que ocurre a nivel neurológico  cuando practicamos meditación. Pero absolutamente nada puede explicar exactamente la realidad de lo que se siente y de cómo puede llegar a cambiar la vida de una persona. Hay que experimentarlo.

El domingo pasado fue un buen día. Salimos con las precauciones debidas (mascarillas, distancias, gel y esas cosas que ya se han convertido en habituales) y bien equipados.

Daban algo de viento hasta las 12:00 pero después se suponía que calmaría.

Subiendo al Pico Ropé con fatiga incluida por la cuesta, todo marchaba más o menos bien hasta que al llegar a un punto el viento para mí fue demasiado fuerte. Me refiero a viento demasiado fuerte cuando ese viento es capaz de mover la estabilidad de mis pasos.

Curiosamente los dos compañeros caminantes con los que andaba, decían que hacía viento, lo notaban, les molestaba, pero no se desplazaban ni un milímetro de su centro de gravedad. Sus pies se aferraban al suelo con firmeza, como si tuviesen unas fuertes raíces. O al menos esa era la sensación que me daba. Ellos podían seguir subiendo contra viento y marea. Yo tenía la sensación de que iba a salir volando con una de esas fuertes rachas de viento. Realmente con los empujes del viento no podía andar.

Un compañero me ayudó a subir, agarrada del brazo y parando cada momento que  la fatiga no me permitía dar pasos. Lo pasé mal. Fue una sensación desagradable por una parte. Esa sensación de sentir que el viento me desplazaba, unida a la fatiga y a sentirme físicamente dependiente de otros para poder continuar no termina de gustarme. Y he necesitado y agradecido ayuda varias veces en mi vida. Tanto en montaña como en el sendero de la vida. Tanto física como psicológicamente. No, no soy inmortal ni invulnerable. Nadie lo somos. Los elementos son dioses. Nosotros estamos a su merced y a veces necesitamos ayuda.

Curiosamente llevo peor  sentir que necesito ayuda física que sentir que necesito ayuda emocional. No tengo reparos de ir a un psicólogo por ejemplo si creo que lo necesito. O de compartir emociones o momentos de crisis con amigos.

Pero sentir que no puedo físicamente me remueve algo por dentro al estilo “toque de atención”. Y por supuesto después reflexiono sobre ello. Cuando una sensación nos sacude por dentro es un aviso de que hay algo que solucionar. Entonces me pongo en modo observadora de mí misma. Mindfulness me ayuda a ello.

Desde cría me ha gustado sentirme fuerte físicamente. Poder llevar capazos de tierra de un lugar a otro, cavar con la azada, llevar leña. Poder subir montañas siempre con fatiga, pero las subía. Y las subo, más despacio pero las subo.

La sensación desagradable que tuve el domingo me enlazó con mi miedo a sentirme dependiente;  me enlazó con una vivencia de hace unos años que me tuvo unos cuantos meses sin poder caminar y sin poder hacer muchas cosas. Tras rehabilitación y buenos consejos de traumatología y fisioterapia, pude recuperar mi vida y evitar una operación de columna con resultados inciertos.

Cuando decidí hacer por primera vez el Camino de Santiago, mi única obsesión era no llevar mucho peso en la mochila. Bien. 5 kg a la espalda son los que llevo al Camino y, aunque a veces me duelen, puedo con ellos.

Ser consciente de que tengo que cuidar mi espalda está bien. Aprender paso a paso a no sentir rabia cuando no podía hacer algunas cosas está mejor. Sentirme en calma, feliz y contenta siendo consciente de cómo es mi cuerpo por fuera y por dentro es fantástico.

Pero a veces vuelven los fantasmas. Y vuelven cuando necesito ayuda física. Cuando un amigo me lleva la compra que pesa un quintal me siento incómoda conmigo misma; o cuando un amigo me da la mano para subir una montaña para que no se me lleve el viento. Es entonces cuando los fantasmas del miedo vuelven a mí y me recuerdan  que físicamente soy como soy. Y cuando no me acuerdo y no me cuido, mi cuerpo también me lo recuerda con dolor. He aprendido a escuchar a mi cuerpo.

Para mí el movimiento es vida. Es salud. Con mis cosas, con mis precauciones. Siendo consciente de que físicamente no soy Sanson ni mucho menos. Mido 177 cm, peso 60 kg y mi centro de gravedad está desplazado ligeramente por mis curvas… y no me refiero solo a las curvas de las caderas sino también a las de la columna; y  tengo que jugar a volar con ello (aquí voy a meter una carcajada porque ahora mismo me está dando risa).

Conozco personas que, habiendo sido muy montañeras, la vida también les ha regalado sorpresas y aprendizajes muy fuertes. Personas que ahora casi no pueden andar y que sin embargo, no pierden la sonrisa. Esas personas son las que me gusta tener cerca. Mis maestras de vida. Personas que a su manera, saben caminar por esas sendas que la incertidumbre les tiene previstas.

A todos, a cada uno de nosotros, la vida nos tiene deparados destinos y caminos que a veces nos sorprenden. La flexibilidad psicológica es fundamental para poder transitarlos.

A veces pienso que mi flexibilidad psicológica es bastante elástica, pero después llegan la montaña, el viento y un amigo y me regalan un golpe de humildad, me recuerdan que no soy una iluminada, que el viento me puede mandar al otro barrio (me hubiese mandado al suelo) y que necesito seguir trabajando en ello. Y eso… eso en realidad me gusta. Trabajar en el propio autoconocimiento es la aventura más fascinante que podemos elegir.

Cualquier elemento puede ser un disparador del miedo. A mí se me dispara el miedo cuando me siento limitada físicamente. Y el miedo (además de que tiene su función adaptativa) es una emoción maravillosa para abrir el camino del descubrimiento interno. En esta ocasión sentí algo de miedo por el viento y la fatiga. Me sentí limitada. Un hecho simple sin tal vez ninguna trascendencia. Pero si miramos más allá de nuestros miedos, sean grandes o pequeños, descubrimos un camino que sí o sí es conveniente transitar.

Me gusta estudiar mis emociones. Todas las emociones tienen alguna base, algún sustento que las alimenta. Las emociones son necesarias y buenas. Y abren y cierran caminos de aprendizaje. Y además, nos ayudan a recorrerlos.

La flexibilidad psicológica no se adquiere y ya está. Está en continuo movimiento, estamos en continuo aprendizaje. El cerebro es neuroplástico y aquello que no practicamos constantemente tiende a olvidarse o desaparecer para dejar cabida a aprendizajes nuevos. Así que los aprendizajes que queramos conservar, es recomendable que trabajemos en ellos continuamente.

Feliz momento. Y gracias a mis amigos @ruclies y @jorgepardogimenez, a la montaña y al viento y a mi cuerpo y a mi fuerza por recordarme que, a pesar de mi altura, soy muy pequeña. Y por recordarme que cuerpo-mente-espíritu forman parte de un mismo todo.

Os comparto un enlace de la meditación de la montaña, para favorecer la calma y la firmeza.





Artículo originalmente escrito en: https://nievescasanova.es/viento-y-miedo-caminoterapia/

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